No fue lo que queríamos escuchar. El médico especialista discutió otro plan de tratamiento, porque el primer tratamiento no había tenido éxito. Describió un nuevo plan de ataque para llegar al fondo de las muchas causas desconocidas, en medio de los desafíos de salud que había enfrentado ya durante dos años. Se mostró amable pero decidido mientras me miraba a los ojos y detallaba el nuevo plan. Estaba claro que sus modales eran impecables, con un lenguaje no verbal al que inconscientemente yo respondí.
Al salir del consultorio, dirigiéndonos a la recepción para programar la siguiente consulta, no podía ocultar mi desánimo. El temor me acometió. Me había sentido mal durante dos años, y aún no teníamos respuestas. Instintivamente, mi esposa me apretó la mano y me dijo que solicitara la nueva consulta. Era su manera de darme aliento para ayudarme a seguir adelante.
UN ENCUENTRO ASOMBROSO
Caminé apresuradamente hasta una silla vacía junto a los escritorios de las secretarias, con la esperanza de terminar cuanto antes. Al sentarme, la secretaria me brindó una amplia sonrisa y me preguntó qué fechas prefería para las siguientes consultas. Al mirar en el calendario de su computadora, noté que junto a ella tenía una pequeña Biblia.
Olvidando la discusión de las fechas, le pregunté por la Biblia, mencionando que me gustaba ver que la tenía en su escritorio. Sonrió otra vez, hizo una pausa y entonces sacó una pequeña tarjeta de debajo de los papeles de su escritorio. Me contó que había traído la Biblia porque estaba escribiéndole una tarjeta a su hijo, que estaba en un programa de rehabilitación por drogas, pero que no podía hallar el versículo que tenía en la mente. Creía que el versículo se encontraba en el Nuevo Testamento y, justo cuando estaba por describir el sentido del texto que tenía en la mente, le dije impulsivamente: «Es Filipenses 4:19: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”. ¿Es ese el versículo que estaba buscando?»
Sentí que el corazón me latía con fuerzas. ¿De dónde salió eso?, pensé. Me miró totalmente sorprendida, con una mirada que jamás olvidaré, y me dijo en voz baja: «Sí. ¿Cómo lo sabía?» Vi que le corrían las lágrimas. Sentí que yo también estaba por llorar. Ambos sabíamos que no era una coincidencia: Dios nos había hablado de manera especial.
En ese preciso momento, sentí la bendición de Dios mediante una paz palpable que irrumpió en mi corazón y mi mente. El temor a lo desconocido había desaparecido. Por cierto, tendría que embarcarme en un nuevo tratamiento, pero sabía que no era yo quien tenía que llevar la carga de esa batalla.
UNA PODEROSA PROMESA
El temor a lo desconocido puede ser incapacitante. El rey Josafat, uno de los reyes buenos de Judá, también lo sabía. Las fuerzas conjuntas de Moab, Amón y Edom estaban juntando sus ejércitos en el este del Mar Muerto, listos para atacar. Las Escrituras nos dicen que «Josafat tuvo miedo» (2 Crón. 20:3). En respuesta a ese temor, dirigió su atención a Dios y elevó una oración emotiva y sincera, reclamando las promesas pasadas de Dios, de que llevaría a su pueblo a un lugar seguro (vers. 5-12).
No oró en vano. Dios escuchó su clamor de angustia pidiendo ayuda y habló por medio de un levita común llamado Jahaziel.1 Por medio de Jahaziel, Dios le hizo al rey Josafat y su pueblo una promesa que silenciaría sus temores: «No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios» (vers. 15).
Dios le dijo a su pueblo que no temiera, antes de declarar que la batalla misma, esa que tanto temían, no era en realidad de ellos. Notemos que Dios no le dijo que su pueblo no tendría que enfrentar al enemigo. El rey Josafat aún tuvo que hacer frente a los ejércitos combinados, pero lo significativo es que Israel no tendría que pelear esa batalla. En su amor, Dios quitó la parte más terrible de la experiencia, la batalla misma, y la cargó directamente sobre sus hombros.
UN DIOS QUE PELEA POR NOSOTROS
Esta promesa se repite con voz clara a lo largo de las Escrituras. Quizá no exista una articulación más poderosa de esta promesa que cuando fue expresada a los israelitas que procuraban huir de la opresión sofocante de la tiranía egipcia. Los primeros momentos de liberación parecieron desaparecer cuando sus corazones comenzaron a latir con el sonido tan familiar de las carrozas de los guerreros más fieros de Egipto, que venían persiguiéndolos. El temor de Israel se incrementó cuando se dieron cuenta de que el camino por delante estaba bloqueado por el Mar Rojo. Se sintieron atrapados. Moisés, sin embargo, permaneció impávido. Con un claro llamado de valor, se levantó y les dijo a los israelitas que no tuvieran temor, porque Jehová pelearía por ellos (ver Éx. 14:14).
La promesa de Dios, dada por medio de Moisés a los israelitas durante el Éxodo, no es diferente a la promesa que Dios le dio al rey Josafat. Dios se haría cargo de la batalla. Es una promesa que podemos reclamar hoy también con confianza.
Pero hay algo sumamente personal en la manera en que Moisés expresó la promesa. Vuelva a leer cuidadosamente las palabras: «Jehová peleará por vosotros». La declaración ilustra una elección. Nuestro Padre celestial elige pelear por nosotros. Esto ofrece una perspectiva poderosa sobre su carácter y su innegable amor por nosotros. Dios hace lo imposible por pelear por nosotros. La cruz es la mejor prueba de ello.
Pensemos en ello por un momento. No hay palabras más profundas de seguridad en nuestro caminar con Dios que saber que él está dispuesto a pelear cualquier batalla necesaria para llevarnos de regreso a su corazón.
No importa qué temor sintamos, qué batalla estemos tratando de pelear por nuestra cuenta, se nos invita a reclamar la promesa de que la batalla no es nuestra, porque Dios peleará por nosotros. Elena White lo expresa de manera maravillosa: «No os preocupéis. Jesús os ama, y cuidará de vosotros y os bendecirá. La batalla activa y agresiva ya no podéis pelear, pero podéis dejar que Jesús la pelee por vosotros».2
1 Resulta intrigante que Jahaziel significa «Dios ve». Su nombre ya conlleva una promesa.
2 Elena White, Manuscript Releases (Silver Spring, Md.: Ellen G. White Estate, 1990), t. 12, p. 304.Daniel Bruneau es encargado de estrategias creativas y marca corporativa de Adventist Review Ministries. Él, su esposa Sierra y su hijita Adelaide viven cerca de Atlanta, Georgia, Estados Unidos.